En momentos en los que la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos debate la demanda de inmunidad absoluta del expresidente Donald Trump —una estrategia legal que pretende poner punto final al caso federal de subversión electoral que se le imputa—, la posición del expresidente pareció debilitarse ante la unidad de criterio de la mayoría de miembros del alto tribunal.
El primero de estos argumentos fue esgrimido por la jueza de origen hispano Sonia Sotomayor, quien fue nominada como juez asociada a la Suprema Corte de Justicia en el año 2009 por el expresidente Barack Obama, y de la que se conoce su tendencia liberal. Sotomayor reflexionaba sobre si la inmunidad total alegada por el abogado del expresidente, le protegía en actuaciones que desborden la esfera de interés de la administración.
En esa dirección Sotomayor apuntó a que la acusación presentada contra el exmandatario, establecía que Trump actuó en beneficio propio, a lo que añadió partiendo de un supuesto de hecho: “no imagina que se le pueda otorgar la inmunidad a un presidente que crea y presenta documentos falsos, ordena el asesinato de un rival político, y cualquier número de otros actos criminales”. Otro razonamiento estelar fue el de la jueza Amy Coney Barrett, conservadora, nominada por el propio Donald Trump en el año 2020 en sustitución de la fallecida Ruth Bader Ginsburg.
Barret pulverizó el argumento de John Sauer — abogado de Trump— haciendo una distinción entre los actos oficiales y personales, precisando de este modo, que los actos privados no estarían protegidos por la alegada inmunidad absoluta. Un argumento que ciertamente deja mal parado al expresidente que ha convertido el descrédito en arma política contra sus adversarios, y que sin dudas le hace muy cuesta arriba emprender una campaña mediática contra una Suprema Corte de Justicia que le dio ganancia de causa en los fallos que pretendían dejarlo fuera de la boleta electoral en los estados de Maine y Colorado.
El razonamiento de la jueza Elena Kagan — también liberal— pareció despejar toda duda sobre la unidad de criterio de la mayoría de miembros de la más alta corte de los Estados Unidos, al preguntar al abogado Sauer qué pasaría si un presidente ordena a los militares dar un golpe de Estado— ¿Podría ser procesado de acuerdo a la teoría de Trump?
Sauer ni tonto ni perezoso, “respondió que un presidente primero tendría que ser sometido a un juicio político y condenado antes de ser acusado penalmente”, un argumento que la jueza Kagan ripostó preguntando “qué pasaría si la orden llegara los últimos días de una presidencia y no hubiera tiempo para un juicio político o una condena”. ¡Genial!
Pero sin importar la genialidad de los razonamientos de los jueces del supremo tribunal a lo largo de la historia — basta recordar el legendario fallo del juez Marshall en el caso Marbury contra Madison— o de las estratagemas de los abogados del expresidente Trump para ganar tiempo, la gran lección aquí es que el sistema de pesos y contrapesos continúa prevaleciendo por encima de las ambiciones e intereses personales, y más allá de los compromisos que un funcionario de cualquier estamento pudiese tener con su mentor…